Puerto Esteban

Por Patricio López

Puerto Esteban

Juan, empleado en un astillero, advirtió de inmediato la escorada condición del buque pesquero chino In Sung , que había sido capturado por la prefectura, la que se había visto obligada a rematarlo al precio simbólico de mil dólares, y por los cuales Juan pagó, atraído por cierto plan que se le había entreverado en su mente, junto con la entrega de diez drones de última generación con un programa de adiestramiento para personal de la propia prefectura. Era mucho lo que había que hacerle al buque por él ya bautizado como “Puerto Esteban”. Desarmó el sistema de propulsión y lo dejó con solo un motor para alimentar el generador eléctrico: los servicios esenciales y auxiliares. Consiguió trasladarlo a la zona del delta frente a la costa de la Municipalidad de San Isidro. Anclado lo empleó como pontón para desarrollar actividades de pesca deportiva. Se movilizaba con una carrozada lancha de plástico reforzado con la que llevaba pescadores al buque a los que embarcaba por una escalera en una de sus bandas.
Tuvo nuestro protagonista la desgracia de que el río Luján se colmara de camalotes atiborrados de víboras y roedores que venían de aguas arriba del río Paraná. Eran, desde luego, pequeñas islas que flotaban. Las dragas que extraían el limo, lo  depositaron muy cerca de su buque fondeado,  logrando que veinte hectáreas de camalotes se asentaran y conformaran un humedal. Destinó una hectárea del mismo para el armado de granjas multitróficas, donde los desperdicios de una especie se utilizaban para alimentar a otra, así como tres estanques de mil metros cuadrados. Parcialmente, basándose en el manual de la organización para la alimentación y agricultura de las Naciones Unidas, en un estanque puso treinta patos, en otro, un chiquero para tres cerdos, y en otro un catamarán corral con cuarenta gallinas que permitía que los desechos cayeran al agua y alimentaran peces.
Hizo una evaluación: su gallinero no prosperó como esperaba, le aparecían huevos rotos por las mismas gallinas, varios patos enfermaron, y le fueron hurtando los tres chanchos. Por esto, formalizó Juan un par de denuncias en dependencias de prefectura y en la fiscalía, pero infructuosamente. Abatido, tardíamente internalizó que debió haber consultado a algún veterinario a propósito de eventuales enfermedades y de puntuales recomendaciones (como el limado de picos de las gallinas). Supo reponerse no mucho después, puesto que organizó una capacitación en cultivos politróficos para los últimos tres años de las escuelas secundarias de la municipalidad.
Sembró en diez hectáreas plantines de kiri (la también llamada paulownia imperial o tormentosa), en procura de combatir el calentamiento global, y en las restantes diez, una serie de especies vegetales que atraerían a las abejas: amapolas, margaritas, claveles, caléndulas, menta, lavandas, albahaca, tomillo, por lo que esa comarca resultó un paraíso apicultor (las reinas estaban controladas y registradas genéticamente, fraccionado en un par de decenas de quintas de media hectárea, a los que se accedía por pintorescos canales en pequeñas embarcaciones. Fue a los dos años de la experiencia agrícola que añadió la apicultura para instruir a los estudiantes del ciclo superior de la escuela secundaria. La Universidad de Buenos Aires fue auditando los programas, la enseñanza impartida, la ejercitación práctica con becas laborales, y el sistema de promoción con parciales, finales y elaboración de una tesis para la aprobación del título. Lo consideraban entonces a Juan el príncipe apicultor: comercializaba a través de una “unidad de cuenta” basada en el kilogramo de miel. Los educandos habían compuesto una serie de canciones pegadizas que funcionaban como himnos. Juan fijó como bandera de la comarca un árbol de kiri. Ostentaba un catálogo con subproductos: jalea real, caramelos y jarabes de propóleos. Es en este escenario cuando inoportunamente la Municipalidad reglamentó su iniciativa. La carga impositiva, Juan juzgaba, le resultaba insostenible. En vano, en su afán de independencia procuró hallar aliados entre los vecinos en pos de fundar algo así como una intendencia isleña. Harto, vendió sus veinte hectáreas a inversores japoneses, y con el buque recorrió puertos de la costa marítima, ofreciendo su programa de capacitación de excelencia en granjas multitróficas y de apicultura para estudiantes de escuelas secundarias, y así perduró durante cinco años. En los períodos de vacaciones educativas, Juan ancló el buque a unas quince millas de Puerto Deseado. Ya había él desarrollado un programa (sistema procedimental) para testear sus drones comandados desde embarcaciones, los que destinaba para localizar cardúmenes y lanzar carnadas. Hasta que advino la fatalidad: Juan en el último período, olvidó requerir autorización, para la navegación de su buque debajo del paralelo cuarenta a las autoridades inglesas de las Falklands Islands. Fue entonces que una fragata británica, procurando intimidar con el lanzamiento de un torpedo al Puerto Esteban, por error o negligencia le ocasionó un severo apopamiento. Juan logró salvar a su tripulación y desde el bote de salvamento vio hundirse su embarcación y así engrosar un cementerio de buques hundidos: allí donde reposan los restos submarinos arqueológicos más importantes de la Argentina actual.

 




Para consultas rápidas puede comunicarse a nuestro telefono y le responderemos a la brevedad
+54 9 11 4433 0573