Sapo de golf

Por Patricio López

SAPO DE GOLF

En el astillero Quin Martín, ubicado en la ribera del Riachuelo, se efectuaban reparaciones de buques desde comienzos del siglo XX. Allí, por entonces, se reparaban los barcos del Río del Plata, y en la época de la segunda guerra, los buques que llegaban al puerto de Buenos Aires. Para ingresar a ellos se empleaban torres estructurales de acceso de personal, con una planchada que apoyaba en la cubierta superior de los buques.
Al recién recibido ingeniero Juan Tutini, le encomendaron una torre que superara las torres existentes, que no sobrepasaban los diez metros. Él diseñó una estructura de perfiles con forma de prisma, y que a partir de los diez metros contaban módulos intercambiables hasta llegar a los dieciséis. La torre se empleó satisfactoriamente durante varios años, soportando los vientos de la ribera.
El astillero, adaptándose a las situaciones económicas cambiantes en el país, mantuvo volúmenes fluctuantes de trabajo. Sin embargo, llegó a acontecer en la década de los noventa, que los lapsos de escasa actividad comenzaron a ampliarse. Y ya en el siglo veintiuno, las crisis financieras internacionales fueron incidiendo aún más. Hasta que apenas comenzada la segunda década del siglo y habiendo transcurrido más de seis meses de total ausencia de contratos de reparaciones, el director de la empresa decide dirigirse a Europa, a los efectos de contactarse con otros empresarios del sector y con agentes marítimos. Es casi en simultáneo que en redes sociales fueron apareciendo fotos en las que el director lucía jugando al golf. Y fue cuando Juan recordó que le habían quedado tres palos, que incluía un hierro 8, y cinco pelotas de golf de su abuelo, cuando inauguró durante los almuerzos una rutina de práctica deportiva: elongación muscular y tiros de salida de la pelota. Habiéndole pasado un cable de diez centímetros a una tabla de madera, practicaba la salida tantísimas veces, pegándole al cable, ese rudimentario simulador de pelota sobre un soporte, como si fuera un jugador aficionado en una cancha de golf. A las cuatro semanas practicaba con las cinco pelotas. Alejándose de la torre una distancia que consideraba adecuada, colocaba la pelota sobre el soporte de salida, y superaba la altura de dieciséis metros con tres de los cinco tiros.
El director del astillero, había regresado de su viaje por Europa con apenas circunstanciales perspectivas de negocios. Proseguía, entonces, la escasísima actividad laboral. Por lo que, consecuentemente, proseguía el ingeniero con su perfeccionamiento golfístico en el horario de sus almuerzos. El director del astillero, advirtiendo, desde luego, de esta ejercitación, desafió al ingeniero a una serie de cincuenta tiros de salida, donde ganaba quien obtenía mayor cantidad de decenas de lanzamientos. Juan aceptó. El que perdiera, pagaba las facturas de la merienda. Con la torre de dieciséis metros y el hierro del 8, Juan venció al director y sus palos de veinte mil dólares, en tres decenas de la serie de cinco.
Convinieron ambos en convertir a la torre inactiva, en un obstáculo gigante para jugadores de golf novatos. Y así contabilizando las pelotas que superaran la altura de la torre y las embolsadas detrás de la estructura, crearon, naturalmente, una versión del tradicional juego del sapo con tejos o fichas. A pedido de cada vez mas numerosos jugadores de golf, y aun de otros atraídos por la incitante propuesta, la torre fue instalándose y no solo durante los fines de semana, en el estacionamiento externo, recaudándose de este modo el dinero suficiente para solventar absolutísimamente todos los gastos de mantenimiento del dichoso astillero.

Patricio López



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